Hoy es 14 de febrero

Hoy es 14 de febrero, y es digno dedicar unas palabras a nuestros compañeros quienes, en 1974, entregaron su vida por la libertad de nuestra patria en la Casa grande de Nepantla. Muchos de quienes leemos estas líneas, no habíamos nacido aún. Sabemos hoy sus nombres y sabemos también de sus pasos, hemos leído las palabras por las que se sintieron convocados a organizarse en la riesgosa tarea de llevar adelante un proceso revolucionario.

Hemos entendido algunas de las razones de ese tiempo: el fervor del ejemplo revolucionario a la vuelta de la isla, la movilización juvenil en las calles, los cantos de un naciente mundo que fue ahogado en mazmorras, acribillado a mansalva, arrojado anónimamente al océano, incinerado su verdor en las selvas y montañas. Fue por medio de la guerra imperialista, guerra sucia, impuesta a los pueblos del mundo, que el enemigo intentó cegar la visibilidad de un mundo más justo, libre y democrático. Y cuando decimos enemigo, hablamos del capitalismo, ese sistema que sigue hoy ocultando de la vista común la posibilidad real de un mundo distinto y mejor.

Pero ese mundo está presente. Permanece, fundamentalmente, por que –como dijo Salvador Allende- “la historia es nuestra y la hacen los pueblos”; esto es, por que su base objetiva es el pueblo trabajador que aspira en lo general a un mejor mañana, donde -por decir poco- los derechos fundamentales se cumplan para todas y todos. En el hecho concreto de que el trabajo humano sea el único esfuerzo con la capacidad de generar valor, en esa verdad objetiva, cobra realidad de forma irreductible el perenne impulso del pueblo trabajador por mejorar su entorno.

Esa frase de Allende, registrada en el fragor de su último combate y poseedora de una resonancia única en el concierto de la historia, tiene otro polo además de los pueblos que la hacen. Esa frase habla también de un “nosotros”.

La lectura predominante de la historia nos pinta el decurso del siglo XX como un enfrentamiento entre bloques contrapuestos, perfectamente definidos; desde esa lectura, la frase “la historia es nuestra” puede ser enunciada por cualquiera de los bloques y lo único que cambia es el bando y sus colores. Esa lectura monolítica de la historia pasa por alto a los pueblos, los sustituye con personajes, siglas y banderas. Esa lectura sólo favorece al enemigo, pues le permite retratarse como el definitivo vencedor; ha permitido, además, la desarticulación de buena parte de las herramientas teóricas y organizativas mediante las cuales los pueblos lograron avanzar hacia su emancipación.

En el contexto intelectual que ha aflorado de esa lectura, los pueblos son factores económicos o súbditos de un conjunto de creencias; pero día a día, desde ese entramado se conjura la posibilidad de que sean nuevamente agentes históricos. Al pueblo le es permitido revolucionar, a través de su trabajo, a la industria, a las telecomunicaciones, al transporte y a todo el aparato productivo; a transformar el modo en que se mira a sí mismo ante un espejo, el cómo se nombra; a revolucionarlo todo, absolutamente todo, menos a las condiciones que lo mantienen oprimido.

Hablar de revolución se torna herético; como si al nombrar esa palabra fuesen convocados los dolores de toda guerra, los errores de todo régimen, los absurdos de todo abuso; como si conflagrar un proceso revolucionario implicara aspirar a cometer los mismos errores que se dieron en el pasado. Además, se omite con frecuencia de la reflexión el hecho de que gran parte de las riquezas sociales que hoy se defienden, así como prácticamente todos los derechos que –medianamente- arropan a nuestros pueblos, son producto de procesos de revolución social. Resulta complicado venerar y defender la flor negando la raíz.

La libertad individual y la igualdad jurídica ante la ley son producto de una revolución social; la independencia mexicana como nación –tan acotada en los hechos- es producto de una revolución social; los remanentes de la Constitución que no se han visto afectados por el avance neoliberal, en caso de que los haya, fueron producto de una revolución social. La libertad es un imposible para quien vive presa de su propio miedo; y también lo es defenderse. Y el enemigo, lo sabe, lo calcula, lo administra; ha hecho ciencia de ello.

Nuestra confianza está en el pueblo, en su probada capacidad de ser agente de su propio destino. No podemos permitir que el miedo impere entre nosotros, mientras se suman día con día penas y agravios. Mientras la herencia de esos procesos de revolución social es desmantelada, despojada de su carácter popular, y tornada en propiedad privada, no sólo en nuestro país, sino en franca guerra ante los pueblos enteros del mundo. En agravio de la vida misma.

Co. Salvador, Co. Manuel, Co. Maria Luisa, Co. Sol, Co. Gabriel,

¡Presentes!

¿Qué significado tiene la palabra “nuestro” entre quienes ponen su vida para que todo sea común?

¡Vivir por la patria o morir por la libertad!

Grupo editorial de la Casa de Todas y Todos

*La fotografía que acompaña este artículo es corresponsalía de Chubakai.