Editorial junio: la memoria nunca debe olvidarse.

“10 de junio no se olvida”. En las noches, para no ser vistos, los jóvenes pintaban ese llamado a la memoria colectiva, habían sido masacrados en 1971 solo por haberse manifestado públicamente. A las víctimas de 1968 se sumaban las de 1971.

Aquella generación no se doblegó ante amenazas, muchos tomaron el camino de las armas, la defensa armada antes que perder la dignidad y la patria, si el mandatario principal en México, era parte de la Agencia Central de Inteligencia (C.I.A. por sus siglas en inglés). ¿Qué se podía esperar?, la resistencia se organizó poco a poco, algunos lucharon heroicamente en las ciudades, otros en zonas rurales, el Estado mexicano respondió con más violencia, formó cuerpos represores clandestinos para detectar la inconformidad social, la llamada “guerra sucia” contra el pueblo se instauró. Miles de asesinados, torturados y desaparecidos políticos, pero nosotros no olvidamos.

En junio nos toca recordar a nuestros compañeros que nacieron en este mes, llegaron y entregaron sus vidas a nuestra Patria, recordamos con especial cariño a Manolo, nuestro inolvidable “placa chica”, pues bromeando, imitaba la voz de los “influyentes” y por esa razón se le decía así “placa chica”. En México los oligarcas portaban en sus vehículos numeraciones de dos dígitos, para señalar que eran influyentes. El pueblo los bautizó como “placas chicas”, eran detestables.

En esta ocasión vamos a transcribir un fragmento del artículo escrito aparecido en el órgano de comunicación interna NEPANTLA No. 30, en el número especial dedicado a los compañeros Mario y Ruth que fueron masacrados en el año de 1983. El artículo se escribió para recordar a la compañera Ruth quien cumplia años en junio

Ruth siendo muy joven se integró a la lucha clandestina, y formó con trabajo político, a muchos de sus subordinados. El ejemplo y su sacrificio nos impulsan hasta hoy a ser cada vez mejores militantes. Aunque los tiempos han cambiado, el imperialismo existe, y no se puede confiar en él.

En la editorial de ese ejemplar de Nepantla, se señala “Recordar a nuestros héroes, es reanudar su trabajo en la medida de nuestra capacidad. Así lo hubieran querido, porque fue ese trabajo el que dio sentido a su vida revolucionaria. Y también a su muerte; pues la asumieron como una posibilidad –terrible-, pero una más- que se convirtió en necesidad para que la lucha continuara.

Y continuará. Nosotros lo haremos. La memoria nunca debe olvidarse.

Aquí el artículo:

Para el recordatorio de Mario y Ruth

“Ruth me conoció bastante antes que yo a ella, porque cuidaba de las entrevistas de mi responsable conmigo; eso lo supe porque ella me lo platicaba, regocijándose de que nunca me hubiera dado cuenta. Para las medidas de seguridad era muy meticulosa: La historia en el vecindario, las señales en la casa, quién podía salir al patio a tender la ropa, el plan de retirada. Un día le pregunté por dónde había que salir de la casa si llegaba la competencia. ¡Pues por el frente! Me contestó de inmediato… Y así hizo cuando tuvo que hacerlo.

El cuento en el vecindario decía que yo era su tío. Muy pronto dejaría de ser cuento porque empezó a llamarme tío hasta dentro de la casa; ese lazo familiar llegó a hacerse muy sólido; Ruth aligeraba así, generosamente, la carga que en los primeros meses después de la incorporación significa el tener que abandonar a la familia. Al poco tiempo también Mario se convertiría en mi sobrino…

Pero no vayas a creer que el vínculo familiar ablandaba ni tantito a Ruth. Con ella no había amiguismo (ni tiísmo) que valiera cuando uno se equivocaba; era totalmente intransigente cuando se trataba del trabajo y de la crítica. Su lucha contra el individualismo, el engreimiento y la sensiblería era implacable.

Me decía que hubiera querido seguir estudiando electrónica, que su sueño era operar nuestra planta de radiodifusión –que para ella era un hecho en el monte durante la guerra. Dejó, no obstante, su sueño de monte y electrónica, porque era consciente de que había que realizar otros trabajos. Ruth no tenía proyectos personales, estaba enteramente dedicada a la revolución, como lo demuestra la siguiente anécdota: Ella trataba las armas con enorme diligencia. Cierta vez consiguió una escopeta que no era vieja, pero que estaba muy mal cuidada; le sacó casi todo el óxido, pero quedaban manchas en el ánima del cañón, que se convirtieron en picadas cuando acabó de limpiarlas. Después de haberse afanado durante varios días con la limpieza de la escopeta, me platicó una mañana el sueño que había tenido la noche anterior; soñó que no podía quitar aquellas manchas porque, cuando se asomó bien por el cañón no eran otra cosa que la imagen del Ché… Su espíritu revolucionario no podía ser más íntimo.

Pero no sólo cuidaba las armas, sino todos los bienes de la organización que tenía encomendados; un pequeño detalle dará fe de esta su cualidad: tenía un frasco con desodorante que no se acabó en más de un año; y no se malentienda, Ruth era muy, pero muy limpia y aliñada. Pero cuando visitaba a cierto tipo de colaboradores, o cuando iba de “negocios”, se ponía aquello por no lucir diferente, era parte del atuendo, lo mismo que una blusa blanca, un trajecito sastre y un par de tobimedias que tenía.

En contraste, cuando un compañero no se gastaba todo el presupuesto de la intendencia, o cuando se cocinaba por mero trámite y no para complacer a los demás, Ruth se quejaba de la “comida cuartelaría”.

El sentido del orden de Ruth era también notable. Pero no era una de esas gentes compulsivas que necesitan del orden como marco de referencia para sentirse seguras. No. El orden de Ruth estaba al servicio de la eficiencia del trabajo revolucionario; ese orden podía cambiar de un momento a otro, según fueran las necesidades. En el año y pico que viví con ella, nunca se perdió algo, ni dejó de funcionar cualquier equipo sin su pronto arreglo. Era rarísimo que dejara de cumplirse algún punto de la orden del día que ella confeccionaba la noche anterior. Tardándose muchas veces más de una hora, reflexionando en las tareas que iba a encomendar a sus subordinados.

Con lo dicho hasta aquí pudiera pensarse que Ruth era algo así como un monumento solemne. Nada de eso: Hacía las cosas con gran naturalidad, era muy alegre y de risa fácil. Le gustaba bailar y canturreaba casi todo el día. Alguna vez salió la muerte en la plática; Ruth dijo que en esta etapa de la lucha era muy probable para nosotros. Pero no vayas a creer que se puso sombría o melancólica, lo dijo que si estuviera comentando cualquier cosa, porque una de las cualidades de Ruth, aparte de su optimismo contagioso, era su objetividad. No se dejaba enredar con palabras. Objetivamente la muerte está siempre presente en nuestra lucha; ella la asumía con la naturalidad con la que tomaba también todas sus muy vitales responsabilidades cotidianas.”

(Hasta aquí el artículo escrito por el compañero José)