Posted On 10 abril, 2019 By In Memoria With 3462 Views

¡Zapata vive!

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Francisco Pineda Gómez

Fragmento del libro de próxima aparición, La guerra zapatista, 1916-1919. Se publica en Proceso con autorización de Ediciones Era.

Chinameca, Morelos, jueves 10 de abril de 1919. Luego de un toque de clarín, la tropa del ejército carrancista ensilló y emprendió su marcha rumbo a Cuautla. El sol comenzaba a esconderse en el monte; eran las seis y media de la tarde.

El cuerpo del general Emiliano Zapata cabalgó, por última vez, con el pecho sangrante y amarrado, a lomo de caballo. Hombres, mujeres y niños de la Tierra Caliente salieron a ver la columna militar que pasaba por las rancherías. En la noche, la partida arribó a Cuautla.

Ese día, en Palacio Nacional, Venustiano Carranza se reunió con “prominentes hombres de negocios” de Chicago. En sus “carros palacio” de ferrocarril, con fotógrafos y cinematografistas, también llegaron a México contingentes de las compañías petroleras, mineras, industriales, comerciales y bancarias de Estados Unidos.

Mr. J. H. Haile, presidente de la Cámara de Comercio de San Antonio, Texas, expresó alegremente: “en México no ha habido revolución”. Mientras tanto, acorazados yanquis se colocaron frente a la costa de Tampico para exigir la entrega incondicional del petróleo mexicano.

Coronel José Carmen Aldana, Ejército Libertador:
Íbamos a ver el cuerpo pa’ saber si jue Zapata o no. Por eso dormimos ahí […].
Ya llegamos, estaba la gente afuera […]. Nosotros buscábamos el dedo, acá mocho, aquí.
Dice un guacho: “Ora sí cabrones, ya quedaron huérfanos, ya su padre se lo llevó la chingada. Despídanse de su jefe”.
Agarraban la mano del jefe así y otros por ver su dedo. ¡Adiós, mi general!
Dicen: “Ahora, despídanse de su padre”.
– Sí, adiós mi general. Se nos acabó el orgullo.
– Es Zapata, ¿verdad que él es? ¿Cómo jijos de la chingada dicen que no? ¡Ése es Zapata!
– No es. ¡No es, cabrones!
Les metían chingadazos.

En Cuautla, el jefe de la operación para asesinar a Zapata, general Pablo González, ordenó que el doctor Loera inyectara el cadáver a fin de que fuera exhibido en la Inspección General de Policía. Miles de personas desfilaron delante del cuerpo; no sólo eran habitantes de Cuautla y poblados de la región, también llegaron de la ciudad de México.

¿Están completos los dedos de la mano derecha? ¿Tiene el lunar de la cara? ¿La cicatriz de una cornada en la pierna? ¿Y el lunar con forma de mano en el pecho? De inmediato, se expandió un rumor en el pueblo. No es Zapata.

Eusebio Jáuregui –campesino de veinticinco años de edad, antiguo jefe de la escolta de Emiliano– al principio sostuvo que el cuerpo no era de Zapata, pero después se desdijo. La prensa aseguró: “todos confirman la declaración de Jáuregui hecha ante el notario público”. Dos días después, en el panteón municipal de Cuautla, Jáuregui fue fusilado por un pelotón carrancista.

La soldadesca se exaspera, maldice, golpea, fusila. “No hay ninguna duda. ¡Es Emiliano Zapata!” Los diarios hacen eco. “Las dudas hechas nacer por los escépticos o por los interesados en cultivar aún la incredulidad de los zapatistas in mente, desapareció al fin: Zapata identificado hasta por sus partidarios y parientes, lo fue sin duda en todo el país, por las fotografías que del cadáver ha publicado la prensa.”

Capitán segundo de caballería Serafín Plasencia Gutiérrez, Ejército Libertador:
Y dice: “¿Usted, conoció a Zapata?”
–Sí, cómo no.
–Pase a ver.
Ya pasó a ver. Zapata tenía una cornada aquí, mire, en medio de la pantorrilla. Sí, lo alcanzó siempre el toro y le agarró aquí. Tenía aquí un lunar negro, de este lado, grande […]. De menos tenía que tener la cicatriz. Tenía un dedo mocho […]. Y el muerto no tenía nada de eso.
Por esa razón dijo ese jefe: “No es. No es, señor Guajardo”.
–Ah, ¿no es?

Que lo fusila, luego, luego. Claro que, después, la gente pues tenía miedo; todos decían, aunque no fuera, pues que él es, que él era y que sí fue.
Y a última hora, fue Juan Bustamante; el que mandaba los toros y todo el ganado de Coahuixtla, fue el caporal. Y le dice Guajardo: “¿Usted conoció a Zapata?”
–Cómo no lo voy a conocer, era mi compadre.
Y, luego, luego, pasó. Luego, dijo que no era.
Que le dice: “¡Ey, Guajardo!” –ése sí le contestó feo– “pendejo, no tengas ciego al pueblo. ¡No es!”
Y que lo sacan a culatazos a Juan Bustamante.
Entonces, que entra el señor Mora.
–¿Usted conoció al señor Zapata?
–Sí, cómo no.
Había sido mayordomo, después ayudante, había sido de la hacienda de Coahuixtla, y que entra. Luego, vio que no era.
–¿Es Zapata o no es Zapata?
Le dice: “Ay, señores, me van a matar por la mentira. Mátenme por la verdad. ¡No es!”

El sábado en la tarde, ocho prisioneros rebeldes, escoltados, entraron a la pieza donde se exhibía el cadáver. El pueblo se había congregado ya en la plaza. Tres mujeres –unos reportes dijeron que primas; otros, que sobrinas de Zapata– se negaron a encabezar el cortejo fúnebre. En su lugar, desfilaron los generales, tenientes coroneles, mayores y oficiales del ejército federal, según los diarios.

Fotógrafos y camarógrafos registraron escenas para la prensa y el primer noticiario cinematográfico de la capital. La multitud se agolpaba y la marcha inició con dificultad rumbo al cementerio. Al caminar, se abrieron puertas y ventanas.

El féretro fue conducido a hombros por los presos zapatistas Encarnación Vega, Manuel Vega, Rafael García, Serapio Marca, Carmen Morales, José Romero, José de la Cruz y Jesús Guzmán.

Afuera del panteón, la muchedumbre abrió paso. El cadáver de Zapata fue llevado a una fosa situada a la izquierda de la entrada, en la segunda fila, cerca de la pared que limita el cementerio. Su cabeza quedó orientada a la puesta del sol, muy cerca de un árbol de guayaba.

Mayor de caballería Félix Vázquez Jiménez, San Juan Ixtayopan, Tláhuac, Ejército Libertador:
¿Y no decidieron licenciarse?
Pues, yo por mi parte no, señorita. Pero, mis compañeros sí se licenciaron.
Y usted, ¿por qué no se licenció, si ya la mayoría había dejado las armas?
Pues, porque yo dije que nunca me iba a rendir; que mejor aventaba las carabinas, pero ser rendido nunca.
¿Qué pensaba usted hacer?
Pues nada [llora]. Es triste de que esté uno con… Agarra uno a Emiliano Zapata… se voltea uno solito… Pues, mejor muerto, que ser rendido.

Arrodillada, una señora aguardó en silencio. Antes de que los enterradores empezaran a cubrir el féretro, la mujer se irguió, tomó un puñado de tierra y lo arrojó sobre la caja. En seguida se retiró, secándose la cara con el rebozo. Los golpes sordos del martillo y las paladas de tierra que caen sobre el ataúd se escuchan a distancia, en medio del silencio profundo. Suenan las campanas: seis de la tarde.

La noticia del asesinato de Emiliano Zapata se propagó de inmediato en la prensa. El 11 de abril, uno de los diarios más importantes de la capital, Excélsior, encabezó su primera plana con caracteres rojos, a ocho columnas, con la siguiente leyenda: “Murió Emiliano Zapata: el zapatismo ha muerto”.

Ése fue el sentido que se quiso imponer al acontecimiento. El Universal comentó en la primera página: “Emiliano Zapata, el jefe más tenaz de la región suriana ha muerto ya; el zapatismo, sin su viejo hombre-bandera, ha terminado”. Por su parte, El Demócrata expresó en otro encabezado: “Ahora es fácil la tarea de exterminar los restos del endeble zapatismo”.

Todos los diarios de Nueva York publicaron la noticia. The New York Herald editorializó el asesinato de Emiliano Zapata, con una incitación abierta: “Si la actividad de las tropas del gobierno de México continúa, no es remoto predecir que Villa quedará también suprimido […]. El derecho a existir de cualquier gobierno de México depende de la habilidad que demuestre para exterminar a sus enemigos”.

En ese momento para la resistencia popular el problema no era alcanzar la libertad o producir un modelo, sino tan sólo salir del callejón sin salida que había impuesto el gobierno con la imagen de la muerte. Y aquella noche, en Cuautla, se abrió una salida para ese callejón.

El poder maquinó un rostro de muerte. La resistencia salió del encuadre, desplazando la mirada. Buscó en la mano, en las piernas y en el pecho las señales que autentificaran su propia verdad.

¡No es Zapata, cabrones!

¡Zapata vive, la lucha sigue!

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